La carrera diplomática es, en efecto, uno de los caminos laborales “obvios” para quienes deciden estudiar Relaciones Internacionales. En mi caso, sin embargo, no se convirtió en una alternativa sino hasta tiempo después de haber terminado mis estudios.
Elegí la carrera de Relaciones Internacionales bajo preceptos algo equivocados y una muy pobre orientación vocacional. Se me facilitaba el aprendizaje de idiomas, me interesaba el arte, la historia y la literatura, tenía una obsesión ingenua con la vida de Ana Frank y aspiraciones laborales interesantemente contrastantes entre sí (gestión cultural o trabajo humanitario con refugiados). Naturalmente, Relaciones Internacionales era la carrera para mí. Poco o nada importaba que buena parte del trabajo humanitario que se lleva a cabo hoy en día, requiera de profesionistas con capacidades muy técnicas en el terreno y con profundos conocimientos de derecho internacional en las mesas de organismos y foros internacionales o que la gestión cultural requiera de expertos en historia del arte y conservación.
Pero no todo sale siempre de acuerdo al plan y el paso por la carrera y por la universidad modifica la trayectoria. Mientras estudiaba, hice una práctica profesional en la Organización Internacional para las Migraciones. Después de la carrera hice otra en la oficina en México del Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Refugiados. Posteriormente trabajé en la Unidad de Asuntos y Cooperación Internacionales de la Secretaría de Turismo. Por supuesto, haber estudiado Relaciones Internacionales me preparó intelectual y conceptualmente para todas esas experiencias: desarrollé la capacidad de investigar y analizar situaciones concretas con herramientas estadísticas, micro- y macroeconómicas, históricas y políticas. Sin embargo, esas prácticas y primeros empleos me ayudaron a descubrir algo que ni la carrera ni la universidad me enseñaron: para mí, la satisfacción profesional deriva de la oportunidad de aportar algo concreto para incidir en la realidad que me rodea. Es decir, de contribuir en la planeación y ejecución de proyectos con objetivos específicos. Creo que elegir una carrera implica un proceso de autocrítica y reconocimiento: uno debe ser capaz de reconocer tanto sus cualidades como sus limitaciones y entender hasta dónde ha podido llevarlas en un momento determinado. Me gusta mucho leer y aprender pero también me gusta ver los resultados concretos, buenos y malos, del trabajo que desempeño.
Por eso elegí ingresar al Servicio Exterior Mexicano. Porque le otorga, a quien supere las pruebas de ingreso, la oportunidad de incidir. Ahora bien, muchas personas se plantean el ingreso al SEM como un fin, cuando en realidad se trata del medio por el cual se logran otros objetivos. Hay una inevitable sensación de triunfo cuando se ingresa, sin embargo, se trata sólo del comienzo de una larga carrera: una que requerirá de muchos sacrificios y de mucho estudio y preparación. Lo que sí es seguro es que ya sea que uno participe como representante de México en foros y organismos internacionales, lleve las relaciones políticas, económicas o culturales de México con otro país, se dedique a expedir documentos o a asistir a los mexicanos que radican en el exterior, se dedique a buscar recursos y socios para la cooperación, o coordine alguna de esas actividades desde Cancillería, todos los miembros del SEM tienen la oportunidad de incidir. Nuestras acciones, nuestras ideas, nuestro comportamiento, nuestra manera de hablar y de dirigirnos a los demás, nuestros conocimientos (y también la falta de ellos) tendrán un efecto tangible sobre la política exterior de México.
El ingreso al Servicio Exterior Mexicano no es sencillo. Es un proceso muy competitivo compuesto por tres etapas. Durante la primera etapa, uno debe aprobar un examen de español, uno de inglés, uno de un tercer idioma y uno de conocimientos generales. Este último contiene preguntas sobre historia de México y universal, derecho internacional, cultura general y política exterior mexicana, principalmente. La segunda etapa consiste en un examen psicológico, una prueba oral de inglés, la elaboración de un ensayo sobre temas de política exterior mexicana y una entrevista con un panel de expertos. La tercera etapa consiste en un curso de preparación en el Instituto Matías Romero y un periodo de prácticas en alguna unidad administrativa de la Secretaría de Relaciones Exteriores.
Cada una de las etapas del concurso de ingreso enfatiza la evaluación de determinadas capacidades: el conocimiento de idiomas, los conocimientos conceptuales, la capacidad de análisis y disertación escrita, la oratoria, la capacidad de aprendizaje y adaptación. Todas son esenciales para el trabajo de un diplomático. Así, creo que no es recomendable tener largas e intensas sesiones de estudio en preparación para los exámenes.
Es verdad que no todos los aspirantes a ingresar al SEM son internacionalistas, por lo que ésta resulta la opinión sesgada de una persona que sí lo es. Si uno estudió Relaciones Internacionales e incluso Derecho o Ciencia Política (no exclusivamente, son las que me vienen a la mente), será necesario repasar algunos conceptos e ideas, pero el conocimiento tan vasto que se requiere es algo que ya se ha estudiado con anterioridad. (Creo que es importante decir, sin embargo, que no es imposible ingresar al SEM tras haber estudiado otras carreras: uno de los colegas más preparados de mi generación estudió Ingeniería Industrial.) Ni los idiomas, ni la oratoria, ni la capacidad de análisis, ni el gusto por el aprendizaje se adquieren de la noche a la mañana. Se pueden trabajar y fortalecer, pero si no se tienen, difícilmente se aprenderán en algunos meses de noches en vela. Lo que sí es muy importante, y ayuda tanto para los exámenes como para la entrevista, es mantenerse al día de las noticias y sucesos recientes de las relaciones internacionales (foros, conflictos, organismos).
Los retos más desafiantes que enfrenté durante el concurso de ingreso fueron de carácter logístico y psicológico. Por un lado, está la dificultad de encontrar el tiempo para prepararse para los exámenes. Encontrar el tiempo para dedicar las horas que hubiera deseado al estudio era prácticamente imposible. Y ahí es donde entra el aspecto psicológico: confiar en que se está lista. Es abrumador enterarse de la cantidad de aspirantes a ingresar y escuchar las historias (de terror) de estudio de algunos. Si uno se deja llevar, nunca se estaría suficientemente preparado. Con lo que respecta a la entrevista, fue muy útil acercarme a mis profesores del ITAM para prepararla. Me ayudó a comprender mejor cómo me proyecto y cómo me ven los demás. Siempre es duro enfrentarse a la crítica, pero no hubo recurso más constructivo en la preparación de esa etapa.
Por último, creo que es importante recordar que los motivos para dedicarse a la carrera diplomática son algo peculiares. La vocación de servicio, a México y a los mexicanos, es especialmente relevante porque no siempre se comunica claramente en qué beneficia al público la política exterior. El dinero y el prestigio personal son aspectos que comúnmente se asocian con la vida diplomática pero en realidad pasan a segundo plano. La incertidumbre se convierte en modo de vida y sólo con intención y sutileza se logran algunos equilibrios en la vida privada. Es necesario estar muy consciente de lo que todo esto implica y decidir con la mayor objetividad posible si esta carrera es para uno o no.
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