Hace seis años tomé la decisión de moverme de Puebla al D.F. La excusa era estudiar la universidad. La verdad es que en ese momento no le di muchas vueltas a la idea, me parecía un movimiento natural, casi necesario. Recuerdo que los últimos días de la prepa los pasé contando y esperando a que ese verano pasara lo más rápido posible. Al final, no solo ese verano se fue en un parpadeo sino también los siguientes seis años.
Primero está el tema de la universidad. Sabía que la UNAM es una de las universidades más grandes del mundo pero creo que no alcanzaba a dimensionar su verdadero tamaño. La transición de una escuela de 100 alumnos donde prácticamente todos nos conocíamos a una de más de 100 mil estudiantes implicó un difícil proceso de adaptación. En este contexto, una advertencia: la UNAM es una universidad que te ofrece todo pero que a diferencia de la preparatoria donde estudié, no te lleva de la mano sino que te obliga a saber aprovechar las oportunidades por ti mismo. Básicamente tú eliges el tipo de carrera que quieres llevar desde las materias y profesores hasta intercambios académicos, becas y oportunidades de prácticas profesionales y laborales. Estar consciente de esto desde el principio es básico para sacar el máximo provecho de tu estancia.
Además, estos años transcurridos me han permitido acumular una serie de lecciones que me gustaría compartir sobre vivir lejos de casa. Hoy no me refiero a las “grandes” enseñanzas que transforman tu vida, sino a los pequeños detalles que de haber tenido previstos me hubieran facilitado mucho las cosas. Por ejemplo, a los 19 años no tenía ni idea de que iba a necesitar un aval para rentar un departamento y mucho menos que tenía que tener una propiedad en la ciudad. No saberlo provocó llamadas incómodas para pedir un favor a familiares y conocidos con los que nunca hablaba.
Luego está lo difícil que es encontrar roomie. Después de hacer cuentas resulta que a lo largo de 6 años he compartido casa con 12 personas. Los he conocido de todos tipos, desde los muy ordenadas y silenciosos hasta los caóticos y de hábitos sospechosos. En retrospectiva puedo afirmar que aprendí algo de todos pero me queda claro que no hay nada más engañoso que las primeras impresiones. Creo que lo más recomendable es vivir con alguien que ya conoces pero no necesariamente tu mejor amigo. En el momento de buscar roomie se buscan cualidades específicas que muchas veces difieren de aquellas que buscarías en un amigo (responsabilidad es probablemente la mas importante). Por eso los amigos no siempre son los mejores roomies, pero casi siempre estos últimos terminan siendo tus amigos. Ah y ¡las reglas! Hay que tener muy claro las reglas de convivencia o todo se puede convertir en un dolor de cabeza.
El día a día no es más fácil. ¡Cómo me peleaba con las sábanas para levantarme a clase de siete! Sobre todo porque en casa estaba acostumbrado a ignorar el despertador, sabía que siempre estaba ahí mi papá para obligarme a salir de la cama. Cuando vives solo a nadie le importa si te quedas dormido todo el día. Es más podrías quedarte varios días en la cama antes de que alguien lo notara. Aquí no queda de otra, hay que disciplinarse sí o sí. Contratar servicios, pagar las cuentas ¡hacer todo eso que ocurría en automático en casa de mis papás! Ahora mi nombre aparece en el contrato y al parecer soy el único responsable de la falta de conexión. Establecer un sistema de asignación de pagos entre roomies facilita mucho no perderse entre tareas, exámenes y las fechas de corte de la luz, el internet y el gas.
Luego está el asunto de la comida. La verdad es que en relación con este ámbito no tuve mayores quejas en mis primeros años de vida fuera de casa. Siempre lograba encontrar algún lugar lo suficientemente bueno, bonito y barato (al menos así parecía) como para evitarme la “pena” de cocinar (los días son tan cortos como para pasar una hora en la cocina). Todo cambió cuando me fui de intercambio. Ajustarme al presupuesto de estudiante en el extranjero me obligó a aprender que poner un pedazo de jamón en medio de pan no es cocinar. La cocina y yo tenemos buenas anécdotas, desde malos cálculos que me costaron desperdiciar grandes cantidades de comida hasta “micro” incendios (una clase de cocina hubiera ahorrado mucha improvisación). Hoy sigo muy lejos de ser un buen cocinero, pero creo que cada vez lo hago de una forma más decorosa.
A pesar de todo, creo que nunca puedes estar lo suficientemente preparado. Preverlo todo es imposible. Lo que me resultó un viacrucis puede parecer insignificante para otros y viceversa. Equivocarse, volverse a equivocar y los dolores de cabeza que ello implica es en gran parte lo que hace única la experiencia de vivir sólo durante la juventud. Pero no te abrumes, dicen que la práctica hace al maestro y esto de vivir fuera de casa de tus papás no es la excepción.